"La Última Opinión" Escrito por: Isaac Contreras
- isaac contreras
- 28 oct
- 4 Min. de lectura

Las luces del set eran demasiado brillantes.
Luis Estévez parpadeó varias veces mientras el técnico de sonido le ajustaba el micrófono en la solapa.
El conductor del programa, Ricardo Salgado, sonreía con esa expresión de plástico que solo tenían los presentadores de televisión.
—Cinco, cuatro, tres… —contó una voz al fondo, marcando la transmisión en vivo.
Luis tragó saliva. Sentía la boca seca. Algo no estaba bien.
¿Tomé el medicamento?
La pregunta le golpeó como un puñetazo.
Respiró profundo, intentando calmarse. Claro que se lo había tomado. Lo hacía todas las mañanas. O al menos eso creía.
Por un instante recordó su baño esa mañana: el agua fría golpeando su rostro, las pastillas sobre el lavabo. Tomó el frasco. ¿Lo abrió? ¿Ingerió la cápsula?
No recordaba haberlo hecho.
El zumbido del set lo trajo de vuelta.
—Bienvenidos a Diálogos en Profundidad. Hoy tenemos al doctor Luis Estévez, experto en sociología y economía, para hablar sobre un término que ha causado revuelo en los últimos años: el tecnofeudalismo. ¿Realmente somos siervos de las grandes corporaciones tecnológicas? Doctor, bienvenido.
Luis sonrió con esfuerzo. Los aplausos lo sonrojaban. Se aclaró la garganta.
—Gracias, Ricardo. Es un placer estar aquí.
¿Por qué la voz le sonaba más grave de lo normal?
—Doctor, en su último libro usted plantea que las grandes corporaciones tecnológicas han creado una nueva forma de feudalismo. ¿A qué se refiere con eso?
Luis asintió y empezó a hablar.
—Lo que estamos viendo es un modelo donde las corporaciones han reemplazado a los gobiernos. Nosotros no somos dueños de nada. No poseemos nuestra información, ni nuestra privacidad, ni siquiera nuestro tiempo.
Hizo una pausa. Sentía calor. ¿Habían aumentado la intensidad de las luces? Se pasó la mano por la frente. Su piel estaba húmeda, pegajosa, y continuó respondiendo la pregunta que le hizo el conductor.
—En el feudalismo medieval, los campesinos trabajaban la tierra de un señor. Hoy trabajamos para plataformas que extraen valor de nuestros datos, nuestras interacciones, nuestras vidas.
El set parecía más caluroso. Las luces le ardían en la piel.
¿Tomé el maldito medicamento?
No. No lo hizo. Lo sabía con certeza ahora.
Un escalofrío recorrió su espalda. Se aferró al borde de la mesa. Sintió un pinchazo en los dedos. Cuando los miró, su piel se veía más oscura, más rugosa.
Trató de disimular. Respondió de nuevo a la pregunta que le hicieron.
—No nos damos cuenta de que… de que estamos siendo absorbidos por… por…
Su visión se nubló. Algo estaba mal.
—… No trabajamos para ganar dinero. Trabajamos para alimentar sus algoritmos.
Sus pensamientos se fragmentaban, como si su mente fuera una señal de televisión con interferencia.
Voces. Escuchaba voces, pero no del set. De adentro de su cabeza.
—Doctor… ¿se encuentra bien? —preguntó el conductor, mirando a la cámara y sonriendo, pensando que podía ser un video viral siendo amable, ayudando.
—¿Doctor? —repitió, notando que Luis se sujetaba la cabeza con ambas manos, temblando.
Una risa gutural emergió de su garganta.
—No somos ciudadanos —gruñó—. Somos ganado.
Luis sintió un espasmo en la mandíbula. Algo en su interior se rompió.
De repente, la certeza.
Entonces, sus ojos cambiaron. No había tomado la pastilla esa mañana. Nunca la tomó. La pastilla quedó debajo del lavabo. Salió de casa apresurado.
—Doctor, si necesita un descanso, podemos…
Sus ojos se volvieron oscuros, sin pupilas. Y ahora… ahora iba a suceder.
La piel en su cuello crujió, como cuero viejo partiéndose. Trató de ocultarlo, encogiendo el cuello, pero sintió cómo las vértebras se expandían, alargándose. Sus uñas se oscurecieron. Su camisa se tensó, la tela luchando contra la nueva forma que emergía de su carne. Se llevó las manos a la boca.
El caos estalló.
A través de las cámaras en plano cerrado se observó el horror: unas fauces emergieron de su boca humana, sus dientes caían y volvían a aparecer, rasgando su mandíbula en afiladas líneas de colmillos como cuchillas.
La sangre cayó sobre el escritorio. El conductor estaba estupefacto. El público, aterrado.
Luis levantó la mirada. Sus ojos ya no eran humanos.
Un rugido surgió de su garganta. Las cámaras captaron cada segundo.
Su piel se desprendió en jirones, cayendo como cáscara seca. Debajo, su carne podrida y rugosa, salpicada de placas óseas. Sus dientes crecieron en forma de dagas irregulares. Sus manos eran ahora garras afiladas.
El caos explotó en el set.
Las sillas volaron cuando los panelistas corrieron despavoridos. El conductor cayó de espaldas, tratando de gatear lejos. Pero ya era tarde.
El mundo vio en vivo cómo Luis Estévez se abalanzaba sobre el conductor y le abría la garganta con un solo movimiento. Vieron cómo los panelistas intentaban escapar, pero él los alcanzaba uno por uno. Vieron cómo las cámaras caían al suelo, capturando destellos de carne desgarrada y gritos inhumanos.
Su mano monstruosa se cerró alrededor del cuello de uno de los músicos.
Las luces parpadearon. El zumbido eléctrico en los micrófonos se convirtió en un chillido ensordecedor.
Las cámaras seguían transmitiendo.
El público corría aterrorizado. Luis hundía sus dientes, desgarraba carne y la devoraba con una rabia primitiva. Los miembros del equipo intentaban huir, pero eran derribados, sus cuerpos destrozados con una violencia absurda.
Un camarógrafo, en pánico, hizo zoom con la cámara al rostro monstruosamente desfigurado de Luis. Aquella fue la última imagen en vivo, antes de que se abalanzara sobre la cámara.
Aún se leía la última frase de Luis en el super:
“Con el tecnofeudalismo, no somos ciudadanos. Somos ganado No nos damos cuenta de que estamos siendo absorbidos…”
Entonces, la señal se cortó.
Cuando la policía llegó, no encontraron a Luis Estévez.
Solo quedaron las cámaras destrozadas y los cuerpos mutilados.
Cuento: “La última opinión”
Escrito por: Isaac Contreras
Laberinko ®







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